Nada que ver




Por empezar, nos quejamos. Nos quejamos de que ya no se puede vivir, de que nos roban, nos violan, nos matan. Pedimos cárcel, para enrejar y encerrar. Enrejamos patios y cerramos ventanas. Miramos la televisión cada vez más grande, porque por la ventana, ya no hay nada que ver.

Nos cruzamos a la vereda de enfrente si el que está viniendo tiene pinta de sospechoso: tatuado, de gafas, gorrita y zapatillas llamativas. Protegemos la cartera, la mochila, el celular mientras nos hacemos los indiferentes.

Y nos quejamos, porque ya no se puede ni andar por la calle: si no te roban, te chocan. Esas motitos que salen por todos lados, de a tres, de a cinco, sin casco, sin espejos, no usan el guiño, seguro son robadas.

La culpa es de los jueces, que los dejan salir enseguida. La culpa es de los policías que miran para otro lado. La culpa es de los políticos que les dan subsidios para que sigan siendo vagos.

La culpa siempre es del otro, ya lo dijo Tato Bores. Ahora bien, ¿tiene sentido que nunca, pero nunca, tengamos nada que ver?

¿Realmente estamos exentos de responsabilidad de que haya quienes salgan a robar y encuentren en la violencia su modo de expresión?¿Realmente estamos exentos de responsabilidad de que estén más indefensos quienes transitan caminando que quienes lo hacen en un vehículo? ¿Realmente?

La inseguridad (de la propiedad privada, vial, etc.) es una sensación y un problema. Una sensación porque es una experiencia que nos atraviesa y lo cierto es que nos puede pasar. Si bien alimentado por la espectacularización de los medios, que miden mostrando cámaras de seguridad de todo el mundo y siempre nos creemos que está pasando acá a la vuelta. Y un problema, porque nos preocupa. Pero la verdad es que nos ocupa muy poco.

Exigimos solución mientras nos apartamos, le corremos el cuerpo al asunto. Recientemente, lo matamos a palos, optimizando el odio a las amenazas sociales. Y somos todos violentos, somos todos asesinos. Y aquí es donde -recién- aparece la igualdad, porque finalmente somos todos iguales, primero víctimas, luego victimarios y hablamos el mismo código, el de la desesperación.

Porque la realidad nos desespera. El mercado nos desespera porque la tecnología se vuelve obsoleta. La calle nos desespera porque tenemos que que llegar al trabajo, al gimnasio, a la escuela, al supermercado. El bolsillo nos desespera porque tenemos que llegar a fin de mes. ¿Qué resulta de la desesperación? Violencia, gritos, angustia, soledad, desprecio.

Si en lugar de desesperarnos, miráramos por la ventana ...quizás nos demos cuenta que los demás están en la misma, que esta experiencia es colectiva. Todos estamos preocupados por algo, todos queremos llegar a un lugar en particular, que probablemente sea muy parecido.

La falacia de la igualdad de oportunidades, que celebra el mérito y que nos pone en un lugar de competir, de querer estar primeros, de que los mundos no alcanzan para todos. Este modelo, es el que nos quiere hacer creer que todos pudimos haber nacido con las mismas posibilidades afectivas, educativas, económicas, etc. y nos pide que midamos las diferencias, en lugar de poner en común,

Si no apelamos a lo común, no hay diálogo posible, no hay encuentro, no hay sociedad.

Y ese otro, siempre puedo ser yo, nunca es nada que ver.

Comentarios